Camilo se metió el primer plato con la voracidad de alguien que piensa que es el último. Pero aquella cena no sería la última, ni mucho menos. Camilo siempre ha hecho lo mismo. Y esto es un gesto simpático si uno se vale de buen humor.
El aljibe chorreaba desde hacia ya algún tiempo, agua, mucha, por los costados. Y el barro a veces manchaba el piso de tierra seca del interior de la casa. Eso resultaba malo.
No es que la tierra no fuera algo molesta ni se tratara de un lujo, pero la madre, aun con aquel cuerpo que le impedía recoger las cucarachas muertas por ella misma, o peor, aquella masa descomunal y asquerosa que la imposibilitaba siquiera a mirarse los pies ennegrecidos y ciegos de tanto mundo, a pesar de toda aquella tela, mantenía el piso terroso como un buen piso terroso, solemne, de polvo solemne, de tierra prolija, hasta la tos de algún atorado después del viento o el espasmo monumental del egoísmo de Camilo, todo todo, se volvían solemnes.
Camilo se saca los zapatos con los mismos zapatos. Costumbre vieja que se hereda, dicen. Afortunado Camilo que a falta de conocer físicamente (personalmente) a su padre, puede al menos adivinarle las malas costumbres.
Se mira al espejo, se busca la cara -la de verdad-, con las manos encalladas, con las uñas negras ya para siempre, con los ojos, esquivando forzosamente las manchas doradas del óxido que encaprichado se prende al espejo raído y que la vieja gorda no descolgaría por parecerle "bonito" y darle finura al espejo y...
La noche se ha dado cuenta, y entonces se volvió blanda, considerada y atenta al malestar que mantiene embobado a Camilo. En realidad la nebulosa camiliana es algo así como eterna. Pero esa vez no hubo viento, el calor se agotó de agotar y Camilo pudo salir al patio con el cigarrillo encendido y mirando al cielo limpio... ¿Me pareceré en algo al hijo de puta?
Las únicas fotos que había podido ver, bueno, se las llevó el viento dice él. Las quemó el agua, dice él. Se las vendí al diablo, dice él. Se las morfaron los antepasados, insiste él. Y nadie pudo sacarle más. ¡Esta bien!, dice la vieja, despacio dice, porque habla despacio, porque respira despacio, porque de otra manera no puede mantenerse... ¡Y mejor!, defiende, obesa: Las almas se prenden de esas cosas como sanguijuelas, si se guardan mucho tiempo quien sabe con quien esta conviviendo... (Lo dice en el tono de alguien que usaría las palabras para anunciar, para predecir una catástrofe, con el volumen de un tenor profeta y después se levanta. Ya ha decidido a que números jugarle).
¿Camilo las quemaste? ¿Eh? ¿Que hiciste?... Pobre Camilito, murió hace ya tanto tiempo... Y Camilo duro tiene la mirada prestada, hurtada, los pasos de Camilo, su maldita misma transpiración revolea olor a mansedumbre, tan podrida, tan invierno de pobres, tan perversion de camperas rotas, tan bazofia y tan mierda. Camilo parecés enfermo; la cabeza le va a mil como siempre, y se englute cualquier plato, como si fuera el último, gesto simpático para algunos (los del buen humor necesario). Camilo pone muecas fétidas, esas de muerto de hambre, y su animalada es entonces baja y desagradable, para otros. ¡Que importa como coma, boca abierta o cerrada!. Camilo está a la defensiva, tiene la mente en guardia todo el tiempo, sus palabras, escupe el miedo (siempre queda algo) y los ojos se le despiertan intensos, ácidos, cuchillos en las pupilas. No importa, vuelve a decir (voz de fanfarrón, voz ronca, voz de armario). Mierda que no entienden... Y es que yo muero, me cago de apetito, agonizo y me revuelco, en el estómago atrofiado, de la gusa insaciable y demoledora que tengo. ¡Que me mato de hambre... Y es en el alma!
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